martes, 28 de octubre de 2014

La estrella de rubís (Homenaje a Vladimir Komarov)

Prácticamente no querías ni mirar aquel corcel de los cielos, que el gran poder de tu país te había obligado a cabalgar.

Las pruebas y revisiones anteriores indicaban que aquella cabalgadura de metal iba a ser tu ataúd. Pero te sentías con el deber ante tu país y tu mejor amigo, pues si no eras tú iba a ser él el sepultado.

Avanzaste hacia el cohete con paso firme, sin dejar ver tu temor, sin oír a tu amigo reclamar un traje espacial a gritos para sustituirte, pues él también se negaba a aceptar tu destino. Lloró amargamente cuando vio que la nave volaba. No te pudo dedicar ni un simple "adiós".

Los anunciados problemas comenzaron en cuanto llegaste al firmamento. La nave te traicionó negándote la energía que necesitaba para funcionar bien, amén de otros problemas que casi te hicieron perder la cabeza junto a las órdenes contradictorias que te daban por radio.

Cuando te ordenaron regresar a tu tierra, ocurrió lo peor. El calor había estropeado los paracaídas, lo que hizo que cayeras en picado y sin control hacia la mano de la Parca. Te convertiste involuntariamente en una estrella fugaz, y lo último que habitó en tu boca fue una gran maldición dirigida a los que te habían empujado a aquel sarcófago interestelar.


lunes, 27 de octubre de 2014

La hora mágica

El ocaso hace que el cielo de la pequeña ciudad cambie de tono, en un hermoso espectáculo de luz y color. Unos días es de un hermoso azul oscuro y otros parece que tengamos el mismísimo Infierno sobre nuestras cabezas. Y las nubes se encargan de dar una nota de relieve al celestial cuadro. Ni Goya lo hubiese pintado mejor.

Es una maravilla ver cómo las primeras farolas se encienden tímidamente cuando aún no es noche cerrada. Como a nosotros, les cuesta despertarse. Se desperezan para luego, todas juntas, crear un maravilloso juego de luces que embellecen la ciudad y juegan con las sombras de la gente que pasa por las calles.

Es la hora perfecta para salir a pasear.




viernes, 17 de octubre de 2014

El pecado de Ruth

Ahora recuerdas cómo has acabado ahí, sentada en la celda de las condenadas a muerte en Holloway, acompañada por una botella de brandy, tu último desayuno, mientras crees oír voces a las afueras que claman porque no mueras.

<<Celos. Eso era lo único que había en tu mente cuando fuiste al Magdala a hablar con aquel hombre con el que habías tenido dos años de noches de pasión y alcohol. No se os podía llamar "pareja" pues vuestra idea de fidelidad era algo extraña.>>

Das un sorbo a la botella.

<<Habías llegado a su casa a la vez que su coche arrancaba hacia la taberna, y decidiste seguirlo. Aquello no te gustaba nada. Llegaste al pub para comprobar que tus sospechas eran ciertas: Él estaba allí. No querías montar ningún escándalo dentro del Magdala, así que esperaste un buen rato.>>

No te das cuenta, pero el verdugo te observa desde un ojo de buey y anota tus medidas.

<<Valió la pena. Lo viste salir con un amigo del lugar, y mientras él buscaba las llaves del coche, sacaste el revólver del bolso. Lo tenías todo muy bien preparado.>>

Andas un rato para que no se te duerman las piernas.

<<El primer y el segundo tiro se perdieron en la oscuridad de la noche. Los tres siguientes dieron de lleno en tu víctima, y tú quedaste en shock, intentando disparar la bala que te quedaba, que también fue engullida por la oscuridad. Luego sentiste al agente de policía mientras te detenía. Te sentías francamente mareada.>>


Entra el verdugo, un hombre regordete, trajeado y repeinado. Te pide que te des la vuelta y te esposa, para que luego le sigas.

Al traspasar la puerta, te quedas alucinada mirando aquella horca. Un artilugio tan sencillo... creado para la muerte, y por suerte vives en la patria de William Marwood, padre de las tablas de peso que hacen que vayas a morir instantáneamente. Te pones en la trampilla.

El verdugo, un auténtico caballero inglés, te ata la falda con un cinturón para evitarle vergüenza a tu muerte. Te cubre delicadamente la cara con el capuchón, y te coloca el nudo de la horca bajo la mandíbula izquierda.

Sin tú verlo, el ayudante del verdugo empuja la palanca...


miércoles, 15 de octubre de 2014

Jehanette

La condenada era conducida al patíbulo en una carreta. Iba con la cabeza gacha, posiblemente rezando, o quizá avergonzada. Curiosamente, había sido acusada de herejía al afirmar haber escuchado a un Dios en el que creían sus verdugos. Llevaba una túnica blanca y el cabello cortado, rastro de otro de sus "pecados", vestir de hombre en una época en la que la mujer debía ir con falda y corpiño.

Durante el trayecto, el pueblo se arrodillaba para reverenciar a aquella muchacha.

La procesión arribó a la plaza del pequeño pueblo francés, donde habían montado una pira. La chica levantó una mirada acusadora a las autoridades de la tribuna, que sonreían ante la visión del futuro espectáculo. 

La bajaron de la carreta y la condujeron a la pira para atarla, y ella solicitó que mientras se ejecutaba la sentencia alguien mantuviera un crucifijo ante sus ojos. Uno de los frailes fue presto a cumplir aquella última voluntad y volvió con el singular encargo.

La leña ardió, La doncella miró con temor aquellas lenguas de fuego y fijó la vista en aquel crucifijo, proclamando el nombre de la que ella creía su salvador mientras las llamas la engullían con hambre. Cuando liberó su postrer grito agónico, a los pueblerinos les pareció ver una paloma alzando el vuelo hacia el cielo, alegre como si fuera a volver a su nido tras un largo vuelo.



lunes, 6 de octubre de 2014

El reino de los locos

Aquel manicomio abandonado había fascinado a Martín desde pequeño. De todos los edificios abandonados de la pequeña ciudad, quizá fuera ése el que tenía más encanto para él.

Había planeado varias veces entrar en él, pero por unas cosas u otras no había podido. Era como si ese lugar se negara a ser visitado.

Pero aquella noche sí que iba a entrar en él. Pensó en llamar a su primo Simón, pues nunca está de mas ir acompañado por si hay alguna emergencia.

Llegó la noche, y ambos primos habían quedado bajo el Viaducto Nuevo, para asaltar el manicomio por su parte trasera, la más derruida. No pudieron evitar mirar con respeto aquella edificación. Era natural, se decía que había fantasmas.

Escalaron el muro graffiteado y comenzaron a andar con cuidado de no quedarse enganchados en las hierbas. Hallaron una ventana cuyos cristales estaban rotos por la que pudieron pasar al interior del asilo.

Encendieron las linternas que llevaban. Iban bien pertrechados, hasta con mantas por si se perdían y debían pasar la noche dentro. Comenzaron a andar por aquellos desconchados pasillos.

Se maravillaban con aquellas camas de hierro, pero se aterraban ante cualquier sombra sospechosa, aunque fuera causada por los desconchones de las paredes. Todo superaba las fantasías infantiles de ambos. 

Llegaron a lo que parecía ser la antigua cocina del manicomio, o al menos sólo llegó Martín, pues al girarse descubrió que Simón no estaba con él. Aquello era muy extraño.

Deshizo el camino que había andado, hasta que pasó por una de las habitaciones.

Aquella habitación hubiese pasado desapercibida, de no ser porque había un bulto sobre una de las camas, cubierto con una sábana. Con precaución, Martín acercó la mano a la sábana para descubrir el objeto de su curiosidad.

La curiosidad mató al gato. Martín cayó de culo en el suelo, y su linterna se rompió en la caída. El bulto era Simón, o lo que quedaba de él, pues su cadáver estaba atado a la cama por unas esposas que antiguamente se usaban para sujetar a los locos. Su primo le miraba con una sonrisa realizada a cuchillo sobre su cara, y algunas partes de su cuerpo tenían profundas heridas.

Cayó un trueno que iluminó aquel cuarto, y pudo ver una figura. Un hombre con un cuchillo. Tenía el pelo algo largo y desordenado, y vestía unos pantalones blancos y una camisa de fuerza abierta. Tenía un extraño brillo.

De repente, aparecieron otros dos hombres, de rasgos y pelo distinto y vistiendo camisetas blancas, como si fueran celadores de aquel manicomio. Saltaron sobre Martín y lograron reducirle.

El hombre de las vestiduras de loco se acercó a Martín, y le acarició el cuello con la punta del cuchillo.

-Somos los habitantes de este lugar. Somos los despreciados por nuestra locura. Somos aquellos cuyas familias arrojaron aquí por no acomodarnos a la sociedad. Nuestras almas están hartas de que chiquillos como vosotros vengan a molestar nuestro eterno vagar por estos pasillos. Hemos convertido a tu amiguito en una señal para los incautos que quieran profanar nuestro reino de los locos.

Se acercó a la oreja del muchacho.

-No podemos dejarte escapar, contarías todo esto. No, vas a ser otra señal para esos imbéciles sin respeto por nuestra memoria.

Le clavó el cuchillo en el lado izquierdo del abdomen, y tiró para que el corte llegara a la derecha. Los celadores soltaron a Martín y éste cayó al suelo desangrándose ante la sonrisa psicópata de aquel espíritu.



sábado, 4 de octubre de 2014

Evana

De ti sólo quedan las sillas de hierro subidas a las mesas, y el recuerdo de los que pasaron tardes enteras sentados en ellas, disfrutando de una hamburguesa o un café.

Porque el frío turolense y la falta de móviles en los años 90 hacían de ti un lugar perfecto para charlar.

Has visto abrazos, declaraciones y celebraciones, y quizá alguna comida en solitario.

Ahora sólo eres un oscuro y escondido local en el centro de Teruel, y nadie salvo los que te han conocido o han oído hablar de ti saben que existes, esperando a que alguien se decida a volver a encender tus luces.