Él paseaba por aquella oscura avenida, envuelto en un gabán blanco y cubierto con un sombrero del mismo color que remarcaba su piel morena de mexicano. Gustaba de ocultar sus ojos tras unas gafas de tipo aviador, quizá para que nadie pudiese averiguar lo que pensaba a través de sus ojos. No podía evitar ser precavido, aunque a veces rozaba la paranoia, pues tenía algún que otro enemigo en el mundillo de las drogas.
En la otra acera estaba Lupita, una mujer que vendía su cuerpo por unos cuantos pesos para poder comer. Esta vestía una minifalda negra y una camiseta de tirantes que ayudaban a mostrar un poco del "género fresco" que ofrecía. Esa noche estaba enfadada, pues no había conseguido clientes, así que se apoyó en un portal a beber de una petaca mientras acomodaba su revólver ("la profesión más antigua del mundo" tiene sus riesgos).
Aún siendo una gran avenida, Pedro la pudo observar desde su posición, pues eran los únicos peatones en aquellas horas de la madrugada. Lupita también lo observaba desde el portal y le sostuvo la mirada. En su mente llena de paranoias sobre enemigos, pensó que era alguna asesina disfrazada de prostituta y pagada por algún jefe de cártel.
Decidió cruzar la calle corriendo hacia la esquina más alejada de la mujer, para así planear su muerte. Cuando llegó, fue andando hacia ella, sonriendo a la señorita como si fuese un cliente de los que solían reclamar aquel tipo de servicios. Ella le miró con una sonrisa de alivio, pues al fin iba a ganar algún dinero para tener algo que echarse al estómago.
Pedro apretaba fuerte la navaja por la que era famoso dentro del bolsillo del gabán mientras mantenía aquella sonrisa, pero en cuanto tuvo a Lupita a un palmo su rostro varió a la mayor de las crueldades, la que le exigía su trabajo. Le clavó la navaja varias veces a la mujer en el costado sin darse cuenta de que ella, con sus últimas fuerzas y sin que él se diera cuenta pues estaba extasiado por el placer de cargarse a un supuesto enemigo, pudo sacar el revólver y disparar en defensa propia.
Pedro cayó de espaldas a la pared, con su blanco gabán empezando a ensangrentarse mientras Lupita, ya desangrada, cayó a sus pies no sin dirigirle una mirada de lástima para momentos después seguirle él cayendo encima.
A pesar del estruendo de la pistola, sólo se acercó un borracho cantando, que al ver los cuerpos, aprovechó para coger el dinero y la pistola.
En la otra acera estaba Lupita, una mujer que vendía su cuerpo por unos cuantos pesos para poder comer. Esta vestía una minifalda negra y una camiseta de tirantes que ayudaban a mostrar un poco del "género fresco" que ofrecía. Esa noche estaba enfadada, pues no había conseguido clientes, así que se apoyó en un portal a beber de una petaca mientras acomodaba su revólver ("la profesión más antigua del mundo" tiene sus riesgos).
Aún siendo una gran avenida, Pedro la pudo observar desde su posición, pues eran los únicos peatones en aquellas horas de la madrugada. Lupita también lo observaba desde el portal y le sostuvo la mirada. En su mente llena de paranoias sobre enemigos, pensó que era alguna asesina disfrazada de prostituta y pagada por algún jefe de cártel.
Decidió cruzar la calle corriendo hacia la esquina más alejada de la mujer, para así planear su muerte. Cuando llegó, fue andando hacia ella, sonriendo a la señorita como si fuese un cliente de los que solían reclamar aquel tipo de servicios. Ella le miró con una sonrisa de alivio, pues al fin iba a ganar algún dinero para tener algo que echarse al estómago.
Pedro apretaba fuerte la navaja por la que era famoso dentro del bolsillo del gabán mientras mantenía aquella sonrisa, pero en cuanto tuvo a Lupita a un palmo su rostro varió a la mayor de las crueldades, la que le exigía su trabajo. Le clavó la navaja varias veces a la mujer en el costado sin darse cuenta de que ella, con sus últimas fuerzas y sin que él se diera cuenta pues estaba extasiado por el placer de cargarse a un supuesto enemigo, pudo sacar el revólver y disparar en defensa propia.
Pedro cayó de espaldas a la pared, con su blanco gabán empezando a ensangrentarse mientras Lupita, ya desangrada, cayó a sus pies no sin dirigirle una mirada de lástima para momentos después seguirle él cayendo encima.
A pesar del estruendo de la pistola, sólo se acercó un borracho cantando, que al ver los cuerpos, aprovechó para coger el dinero y la pistola.