miércoles, 26 de noviembre de 2014

Pedro Navaja

Él paseaba por aquella oscura avenida, envuelto en un gabán blanco y cubierto con un sombrero del mismo color que remarcaba su piel morena de mexicano. Gustaba de ocultar sus ojos tras unas gafas de tipo aviador, quizá para que nadie pudiese averiguar lo que pensaba a través de sus ojos. No podía evitar ser precavido, aunque a veces rozaba la paranoia, pues tenía algún que otro enemigo en el mundillo de las drogas.

En la otra acera estaba Lupita, una mujer que vendía su cuerpo por unos cuantos pesos para poder comer. Esta vestía una minifalda negra y una camiseta de tirantes que ayudaban a mostrar un poco del "género fresco" que ofrecía. Esa noche estaba enfadada, pues no había conseguido clientes, así que se apoyó en un portal a beber de una petaca mientras acomodaba su revólver ("la profesión más antigua del mundo" tiene sus riesgos).

Aún siendo una gran avenida, Pedro la pudo observar desde su posición, pues eran los únicos peatones en aquellas horas de la madrugada. Lupita también lo observaba desde el portal y le sostuvo la mirada. En su mente llena de paranoias sobre enemigos, pensó que era alguna asesina disfrazada de prostituta y pagada por algún jefe de cártel.

Decidió cruzar la calle corriendo hacia la esquina más alejada de la mujer, para así planear su muerte. Cuando llegó, fue andando hacia ella, sonriendo a la señorita como si fuese un cliente de los que solían reclamar aquel tipo de servicios. Ella le miró con una sonrisa de alivio, pues al fin iba a ganar algún dinero para tener algo que echarse al estómago.

Pedro apretaba fuerte la navaja por la que era famoso dentro del bolsillo del gabán mientras mantenía aquella sonrisa, pero en cuanto tuvo a Lupita a un palmo su rostro varió a la mayor de las crueldades, la que le exigía su trabajo. Le clavó la navaja varias veces a la mujer en el costado sin darse cuenta de que ella, con sus últimas fuerzas y sin que él se diera cuenta pues estaba extasiado por el placer de cargarse a un supuesto enemigo, pudo sacar el revólver y disparar en defensa propia.

Pedro cayó de espaldas a la pared, con su blanco gabán empezando a ensangrentarse mientras Lupita, ya desangrada, cayó a sus pies no sin dirigirle una mirada de lástima para momentos después seguirle él cayendo encima.

A pesar del estruendo de la pistola, sólo se acercó un borracho cantando, que al ver los cuerpos, aprovechó para coger el dinero y la pistola.



jueves, 6 de noviembre de 2014

¿Cómo eran las estrellas?

Dennis caminaba bajo el cielo de su ciudad, o a lo que quedaba de él. Porque él apenas lo había conocido, ya que los rascacielos ya estaban cuando nació. A sus veintiséis años, apenas sabía lo que era una estrella, o la sensación de que el sol te dañara los ojos si lo mirabas directamente. No era apenas capaz de imaginar la esponjosidad de una nube, pues un velo de humo proveniente de las fábricas se encargaba de cubrirlo.

Todo el mundo decía que se vivía mejor, pues había coches que no necesitaban ruedas y trenes que no necesitaban raíles, lo cual evitaba que hiciesen ruido y fuesen más veloces.

Los niños se divertían con videojuegos holográficos de todo género, y desconocían lo que era ir corriendo tras una pelota, tropezarse y levantarse con raspones en las rodillas.

La raza humana había mutado de tal manera que apenas necesitaba oxígeno para vivir, es más, casi les mataba como a los peces.

La música no era creada por compositores, si no que la creaban máquinas. Era monótona y fría como un cubito de hielo.

La gente ya no bebía ni agua, ni zumos, ni cerveza, si no unos líquidos que intentaban imitarlos, y comían unas pastas cuyos envases anunciaban que eran distintas recetas del pasado.

Pero toda esta tecnología tiene sus contras. La gente ya no deseaba relacionarse entre sí.

Se perdió el apetito sexual y la natalidad se desplomó. Por lo tanto, el gobierno tuvo que tomar cartas en el asunto y crear un programa de fecundación in vitro en el que todo varón y mujer mayor de edad y en buen estado de salud estaba obligado a participar bajo pena de cárcel.

Porque cuando las máquinas insensibilizan al ser humano, ni las prostitutas robóticas pueden solucionar el problema del sexo.

Dennis ni siquiera sabía lo que era tocar a una mujer, hacerla vibrar de placer. Él mismo ignoraba saber lo que era recibirlo. Nació dentro del programa de fecundación, y su madre lo rechazó al nacer, como solían hacer todas. Hasta el concepto de familia se había olvidado.

El nombre se lo puso una enfermera del centro, ya experta en esos trances.

Ahora es adulto, trabaja, colabora en el programa de reproducción...

Paró en un puesto de comida, y pidió una pasta de sucedáneo de kebab con patatas. Se sentía realmente hambriento, pues justamente hoy le había tocado realizarse un análisis de sangre para comprobar si seguía siendo idóneo para aportar semen.

Miró al cielo, y volvió a formular la pregunta que se hacía todas las noches.

"¿Cómo eran las estrellas?"


martes, 28 de octubre de 2014

La estrella de rubís (Homenaje a Vladimir Komarov)

Prácticamente no querías ni mirar aquel corcel de los cielos, que el gran poder de tu país te había obligado a cabalgar.

Las pruebas y revisiones anteriores indicaban que aquella cabalgadura de metal iba a ser tu ataúd. Pero te sentías con el deber ante tu país y tu mejor amigo, pues si no eras tú iba a ser él el sepultado.

Avanzaste hacia el cohete con paso firme, sin dejar ver tu temor, sin oír a tu amigo reclamar un traje espacial a gritos para sustituirte, pues él también se negaba a aceptar tu destino. Lloró amargamente cuando vio que la nave volaba. No te pudo dedicar ni un simple "adiós".

Los anunciados problemas comenzaron en cuanto llegaste al firmamento. La nave te traicionó negándote la energía que necesitaba para funcionar bien, amén de otros problemas que casi te hicieron perder la cabeza junto a las órdenes contradictorias que te daban por radio.

Cuando te ordenaron regresar a tu tierra, ocurrió lo peor. El calor había estropeado los paracaídas, lo que hizo que cayeras en picado y sin control hacia la mano de la Parca. Te convertiste involuntariamente en una estrella fugaz, y lo último que habitó en tu boca fue una gran maldición dirigida a los que te habían empujado a aquel sarcófago interestelar.


lunes, 27 de octubre de 2014

La hora mágica

El ocaso hace que el cielo de la pequeña ciudad cambie de tono, en un hermoso espectáculo de luz y color. Unos días es de un hermoso azul oscuro y otros parece que tengamos el mismísimo Infierno sobre nuestras cabezas. Y las nubes se encargan de dar una nota de relieve al celestial cuadro. Ni Goya lo hubiese pintado mejor.

Es una maravilla ver cómo las primeras farolas se encienden tímidamente cuando aún no es noche cerrada. Como a nosotros, les cuesta despertarse. Se desperezan para luego, todas juntas, crear un maravilloso juego de luces que embellecen la ciudad y juegan con las sombras de la gente que pasa por las calles.

Es la hora perfecta para salir a pasear.




viernes, 17 de octubre de 2014

El pecado de Ruth

Ahora recuerdas cómo has acabado ahí, sentada en la celda de las condenadas a muerte en Holloway, acompañada por una botella de brandy, tu último desayuno, mientras crees oír voces a las afueras que claman porque no mueras.

<<Celos. Eso era lo único que había en tu mente cuando fuiste al Magdala a hablar con aquel hombre con el que habías tenido dos años de noches de pasión y alcohol. No se os podía llamar "pareja" pues vuestra idea de fidelidad era algo extraña.>>

Das un sorbo a la botella.

<<Habías llegado a su casa a la vez que su coche arrancaba hacia la taberna, y decidiste seguirlo. Aquello no te gustaba nada. Llegaste al pub para comprobar que tus sospechas eran ciertas: Él estaba allí. No querías montar ningún escándalo dentro del Magdala, así que esperaste un buen rato.>>

No te das cuenta, pero el verdugo te observa desde un ojo de buey y anota tus medidas.

<<Valió la pena. Lo viste salir con un amigo del lugar, y mientras él buscaba las llaves del coche, sacaste el revólver del bolso. Lo tenías todo muy bien preparado.>>

Andas un rato para que no se te duerman las piernas.

<<El primer y el segundo tiro se perdieron en la oscuridad de la noche. Los tres siguientes dieron de lleno en tu víctima, y tú quedaste en shock, intentando disparar la bala que te quedaba, que también fue engullida por la oscuridad. Luego sentiste al agente de policía mientras te detenía. Te sentías francamente mareada.>>


Entra el verdugo, un hombre regordete, trajeado y repeinado. Te pide que te des la vuelta y te esposa, para que luego le sigas.

Al traspasar la puerta, te quedas alucinada mirando aquella horca. Un artilugio tan sencillo... creado para la muerte, y por suerte vives en la patria de William Marwood, padre de las tablas de peso que hacen que vayas a morir instantáneamente. Te pones en la trampilla.

El verdugo, un auténtico caballero inglés, te ata la falda con un cinturón para evitarle vergüenza a tu muerte. Te cubre delicadamente la cara con el capuchón, y te coloca el nudo de la horca bajo la mandíbula izquierda.

Sin tú verlo, el ayudante del verdugo empuja la palanca...


miércoles, 15 de octubre de 2014

Jehanette

La condenada era conducida al patíbulo en una carreta. Iba con la cabeza gacha, posiblemente rezando, o quizá avergonzada. Curiosamente, había sido acusada de herejía al afirmar haber escuchado a un Dios en el que creían sus verdugos. Llevaba una túnica blanca y el cabello cortado, rastro de otro de sus "pecados", vestir de hombre en una época en la que la mujer debía ir con falda y corpiño.

Durante el trayecto, el pueblo se arrodillaba para reverenciar a aquella muchacha.

La procesión arribó a la plaza del pequeño pueblo francés, donde habían montado una pira. La chica levantó una mirada acusadora a las autoridades de la tribuna, que sonreían ante la visión del futuro espectáculo. 

La bajaron de la carreta y la condujeron a la pira para atarla, y ella solicitó que mientras se ejecutaba la sentencia alguien mantuviera un crucifijo ante sus ojos. Uno de los frailes fue presto a cumplir aquella última voluntad y volvió con el singular encargo.

La leña ardió, La doncella miró con temor aquellas lenguas de fuego y fijó la vista en aquel crucifijo, proclamando el nombre de la que ella creía su salvador mientras las llamas la engullían con hambre. Cuando liberó su postrer grito agónico, a los pueblerinos les pareció ver una paloma alzando el vuelo hacia el cielo, alegre como si fuera a volver a su nido tras un largo vuelo.



lunes, 6 de octubre de 2014

El reino de los locos

Aquel manicomio abandonado había fascinado a Martín desde pequeño. De todos los edificios abandonados de la pequeña ciudad, quizá fuera ése el que tenía más encanto para él.

Había planeado varias veces entrar en él, pero por unas cosas u otras no había podido. Era como si ese lugar se negara a ser visitado.

Pero aquella noche sí que iba a entrar en él. Pensó en llamar a su primo Simón, pues nunca está de mas ir acompañado por si hay alguna emergencia.

Llegó la noche, y ambos primos habían quedado bajo el Viaducto Nuevo, para asaltar el manicomio por su parte trasera, la más derruida. No pudieron evitar mirar con respeto aquella edificación. Era natural, se decía que había fantasmas.

Escalaron el muro graffiteado y comenzaron a andar con cuidado de no quedarse enganchados en las hierbas. Hallaron una ventana cuyos cristales estaban rotos por la que pudieron pasar al interior del asilo.

Encendieron las linternas que llevaban. Iban bien pertrechados, hasta con mantas por si se perdían y debían pasar la noche dentro. Comenzaron a andar por aquellos desconchados pasillos.

Se maravillaban con aquellas camas de hierro, pero se aterraban ante cualquier sombra sospechosa, aunque fuera causada por los desconchones de las paredes. Todo superaba las fantasías infantiles de ambos. 

Llegaron a lo que parecía ser la antigua cocina del manicomio, o al menos sólo llegó Martín, pues al girarse descubrió que Simón no estaba con él. Aquello era muy extraño.

Deshizo el camino que había andado, hasta que pasó por una de las habitaciones.

Aquella habitación hubiese pasado desapercibida, de no ser porque había un bulto sobre una de las camas, cubierto con una sábana. Con precaución, Martín acercó la mano a la sábana para descubrir el objeto de su curiosidad.

La curiosidad mató al gato. Martín cayó de culo en el suelo, y su linterna se rompió en la caída. El bulto era Simón, o lo que quedaba de él, pues su cadáver estaba atado a la cama por unas esposas que antiguamente se usaban para sujetar a los locos. Su primo le miraba con una sonrisa realizada a cuchillo sobre su cara, y algunas partes de su cuerpo tenían profundas heridas.

Cayó un trueno que iluminó aquel cuarto, y pudo ver una figura. Un hombre con un cuchillo. Tenía el pelo algo largo y desordenado, y vestía unos pantalones blancos y una camisa de fuerza abierta. Tenía un extraño brillo.

De repente, aparecieron otros dos hombres, de rasgos y pelo distinto y vistiendo camisetas blancas, como si fueran celadores de aquel manicomio. Saltaron sobre Martín y lograron reducirle.

El hombre de las vestiduras de loco se acercó a Martín, y le acarició el cuello con la punta del cuchillo.

-Somos los habitantes de este lugar. Somos los despreciados por nuestra locura. Somos aquellos cuyas familias arrojaron aquí por no acomodarnos a la sociedad. Nuestras almas están hartas de que chiquillos como vosotros vengan a molestar nuestro eterno vagar por estos pasillos. Hemos convertido a tu amiguito en una señal para los incautos que quieran profanar nuestro reino de los locos.

Se acercó a la oreja del muchacho.

-No podemos dejarte escapar, contarías todo esto. No, vas a ser otra señal para esos imbéciles sin respeto por nuestra memoria.

Le clavó el cuchillo en el lado izquierdo del abdomen, y tiró para que el corte llegara a la derecha. Los celadores soltaron a Martín y éste cayó al suelo desangrándose ante la sonrisa psicópata de aquel espíritu.