miércoles, 15 de octubre de 2014

Jehanette

La condenada era conducida al patíbulo en una carreta. Iba con la cabeza gacha, posiblemente rezando, o quizá avergonzada. Curiosamente, había sido acusada de herejía al afirmar haber escuchado a un Dios en el que creían sus verdugos. Llevaba una túnica blanca y el cabello cortado, rastro de otro de sus "pecados", vestir de hombre en una época en la que la mujer debía ir con falda y corpiño.

Durante el trayecto, el pueblo se arrodillaba para reverenciar a aquella muchacha.

La procesión arribó a la plaza del pequeño pueblo francés, donde habían montado una pira. La chica levantó una mirada acusadora a las autoridades de la tribuna, que sonreían ante la visión del futuro espectáculo. 

La bajaron de la carreta y la condujeron a la pira para atarla, y ella solicitó que mientras se ejecutaba la sentencia alguien mantuviera un crucifijo ante sus ojos. Uno de los frailes fue presto a cumplir aquella última voluntad y volvió con el singular encargo.

La leña ardió, La doncella miró con temor aquellas lenguas de fuego y fijó la vista en aquel crucifijo, proclamando el nombre de la que ella creía su salvador mientras las llamas la engullían con hambre. Cuando liberó su postrer grito agónico, a los pueblerinos les pareció ver una paloma alzando el vuelo hacia el cielo, alegre como si fuera a volver a su nido tras un largo vuelo.



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