lunes, 6 de octubre de 2014

El reino de los locos

Aquel manicomio abandonado había fascinado a Martín desde pequeño. De todos los edificios abandonados de la pequeña ciudad, quizá fuera ése el que tenía más encanto para él.

Había planeado varias veces entrar en él, pero por unas cosas u otras no había podido. Era como si ese lugar se negara a ser visitado.

Pero aquella noche sí que iba a entrar en él. Pensó en llamar a su primo Simón, pues nunca está de mas ir acompañado por si hay alguna emergencia.

Llegó la noche, y ambos primos habían quedado bajo el Viaducto Nuevo, para asaltar el manicomio por su parte trasera, la más derruida. No pudieron evitar mirar con respeto aquella edificación. Era natural, se decía que había fantasmas.

Escalaron el muro graffiteado y comenzaron a andar con cuidado de no quedarse enganchados en las hierbas. Hallaron una ventana cuyos cristales estaban rotos por la que pudieron pasar al interior del asilo.

Encendieron las linternas que llevaban. Iban bien pertrechados, hasta con mantas por si se perdían y debían pasar la noche dentro. Comenzaron a andar por aquellos desconchados pasillos.

Se maravillaban con aquellas camas de hierro, pero se aterraban ante cualquier sombra sospechosa, aunque fuera causada por los desconchones de las paredes. Todo superaba las fantasías infantiles de ambos. 

Llegaron a lo que parecía ser la antigua cocina del manicomio, o al menos sólo llegó Martín, pues al girarse descubrió que Simón no estaba con él. Aquello era muy extraño.

Deshizo el camino que había andado, hasta que pasó por una de las habitaciones.

Aquella habitación hubiese pasado desapercibida, de no ser porque había un bulto sobre una de las camas, cubierto con una sábana. Con precaución, Martín acercó la mano a la sábana para descubrir el objeto de su curiosidad.

La curiosidad mató al gato. Martín cayó de culo en el suelo, y su linterna se rompió en la caída. El bulto era Simón, o lo que quedaba de él, pues su cadáver estaba atado a la cama por unas esposas que antiguamente se usaban para sujetar a los locos. Su primo le miraba con una sonrisa realizada a cuchillo sobre su cara, y algunas partes de su cuerpo tenían profundas heridas.

Cayó un trueno que iluminó aquel cuarto, y pudo ver una figura. Un hombre con un cuchillo. Tenía el pelo algo largo y desordenado, y vestía unos pantalones blancos y una camisa de fuerza abierta. Tenía un extraño brillo.

De repente, aparecieron otros dos hombres, de rasgos y pelo distinto y vistiendo camisetas blancas, como si fueran celadores de aquel manicomio. Saltaron sobre Martín y lograron reducirle.

El hombre de las vestiduras de loco se acercó a Martín, y le acarició el cuello con la punta del cuchillo.

-Somos los habitantes de este lugar. Somos los despreciados por nuestra locura. Somos aquellos cuyas familias arrojaron aquí por no acomodarnos a la sociedad. Nuestras almas están hartas de que chiquillos como vosotros vengan a molestar nuestro eterno vagar por estos pasillos. Hemos convertido a tu amiguito en una señal para los incautos que quieran profanar nuestro reino de los locos.

Se acercó a la oreja del muchacho.

-No podemos dejarte escapar, contarías todo esto. No, vas a ser otra señal para esos imbéciles sin respeto por nuestra memoria.

Le clavó el cuchillo en el lado izquierdo del abdomen, y tiró para que el corte llegara a la derecha. Los celadores soltaron a Martín y éste cayó al suelo desangrándose ante la sonrisa psicópata de aquel espíritu.



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