La ciudad era de un color gris. Pero no sólo sus edificios. Su cielo, sus palomas, sus bancos... Todo parecía sacado de una película de Charlie Chaplin o de Segundo de Chomón. Era un lugar en el que siempre llovía.
Sus habitantes, antaño alegres, cambiaron para acomodarse a su hogar. Ahora sólo sabían ir de casa al trabajo y del trabajo a casa. Los niños iban al colegio sólo a memorizar las lecciones que un robótico profesor les daba.
Y los ancianos ya no salían al parque a jugar a la petanca o echar un guiñote en el bar con los amigos, si no que mataban los días esperando a la señora de la guadaña mientras veían la tele.
Los perros ya no ladraban ni los gatos callejeros buscaban comida entre los escombros, no vaya a ser que rompan la aséptica uniformidad de la ciudad haciendo enfadar al vecino que quiere dormir o reír a un niño con payasadas felinas.
Ni flores había en los balcones, ni colores en los letreros de los bares.
Sus habitantes, antaño alegres, cambiaron para acomodarse a su hogar. Ahora sólo sabían ir de casa al trabajo y del trabajo a casa. Los niños iban al colegio sólo a memorizar las lecciones que un robótico profesor les daba.
Y los ancianos ya no salían al parque a jugar a la petanca o echar un guiñote en el bar con los amigos, si no que mataban los días esperando a la señora de la guadaña mientras veían la tele.
Los perros ya no ladraban ni los gatos callejeros buscaban comida entre los escombros, no vaya a ser que rompan la aséptica uniformidad de la ciudad haciendo enfadar al vecino que quiere dormir o reír a un niño con payasadas felinas.
Ni flores había en los balcones, ni colores en los letreros de los bares.
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