El muchacho miraba distraído el móvil, pero el sonido de la
frenada del tren lo despertó.
Subió al tren, pero su mente estaba en otro lugar, fuera de
aquel enorme cascarón blanco y verde que daba impresión de estar en el pasillo
de un hospital.
En otros tiempos, la gente solía traer algún libro consigo
para matar el tiempo en aquellos gusanos de metal, pero ahora sólo se dedica a
teclear en sus móviles, y los libros en sí son una rareza pues se prefieren los
e-book.
Arrancó aquella máquina, demasiado silenciosa para Roberto.
Parada tras parada, la gente no se despega de las pantallas salvo los que han
llegado a su parada. Él aún tendría que estar un buen rato más.
Llegó a la parada donde debía transbordar. La que conectaba
con la vieja línea 1, la de los recuerdos infantiles de los que como Roberto
sobrepasamos la veintena. Y la línea en la que más se notaba el intento de
modernización.
Él recordaba haber entrado con su padre en el subterráneo provistos de billetes magnéticos, esos que se tragaba la canceladora y lo escupía para que los tornos se abrieran.
Él recordaba haber entrado con su padre en el subterráneo provistos de billetes magnéticos, esos que se tragaba la canceladora y lo escupía para que los tornos se abrieran.
Pero lo que más echaba de menos era el traqueteo de las
viejas maquinarias, las primeras que trajeron para aquel proyecto
tan necesario en una gran ciudad. El alma y el latir de aquella red. Roberto
lamentaba su desaparición y, como otros, se preguntaba el por qué de la
desaparición de los trenes amarillos, si aún funcionaban de maravilla. La línea
1 era muy silenciosa sin ellas.
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